viernes, 24 de octubre de 2014

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Cuando la mujer llegó a la ruta provincial suspiró, y en inercia sacudió los brazos en alto hasta que uno de los automovilistas, de los tantos que pasaban, paró. El conductor miró su rostro, los ojos que parecían caérsele de la cara, las manos casi muertas de la falta de oxígeno  y sin pronunciar ni una sola palabra dejó que subiera.
La mujer le dijo: - Gire, necesito volver al camino.
 Tal vez, no todo estaba perdido.
Había venido caminando como loca. Dejándose llevar por el impulso, y aún consiente que no cabía en ese permiso de subir al auto una orden, no le salió de ninguna otra forma el pedido.
El conductor se dirigía en sentido sur, giró y retomó unos metros la ruta en sentido contrario hasta llegar a la entrada del camino.
Olía a desgracia.
Un camino misionero de tantos. Rojo. Rojas la plantas de tanto polvo, hacia días que no caía una gota de agua, a la derecha un pinar, a la izquierda capuera, alguna que otra casa, algún naranjo, grosellas, rosas, penachos.
- Cierre la ventanilla por favor, dijo el conductor, y volvió a detenerse en el perfil de la mujer. Sin palabras, ni llanto, ni gesto, ni siquiera cuando habló movió la cabeza para mirarlo, como si desde ese antes al estar en ese auto, con un extraño, a la ruta y a la desgracia, lo que había sido su vida hubiese pasado a transformarse en días, días de horas, de hechos, de trabajo, días sin más.
La mujer cerró la ventanilla. El prendió el aire acondicionado y ella dijo:
- No son más que un par de kilómetros.
El conductor seguía reforzándose en la idea de que su premonición era acertada. La desgracia había ocurrido y era fuerte. Tal vez habría tenido que matar a alguien. No se animó a preguntar.
La mujer tenía aspecto de “la esposa de”.  Parecía una mujer de esas a las que no les falta ropas ni perfumes, ni horas de shopping, de ello dieron cuenta después las noticias. 
Llevaba pollera. El conductor volvió a repasar su aspecto y ahora hallaba los restos del impacto, raspones de tierra en las rodillas y gotas de sangre, gotas que recién notaba en los pliegues de tela  y salpicando alguno que otro, una camisa de diminutas flores.
Era claro, tenía aspecto de haber caído de un auto, ¿o habría atropellado a alguien y salió corriendo hasta la ruta para buscar ayuda? era lógico, habría dejado a algún vecino de la zona cuidando al atropellado. Tal vez el otro iría en bicicleta.
Tendría la mujer la seguridad de haberlo hecho? Se preguntó mientras iba al ritmo que le permitía el entosque del camino que por momentos se volvía pura piedra, le pareció  shockeada, muy. La muerte tenía que estar metida en esto, se afirmó a sí mismo, cómo uno se complica la vida en un rato!
Y si hubiera sido una nena o un chico, que se le cruzó en el camino y no pudo frenar el auto? Y si la víctima es ella, se dijo y no es dueña de ningún auto?
-Podría ir un poco más ligero, dijo la mujer 
 El camino se abría, se cerraba, crestas de piedra y pozos. Pasaron el puente cruzando la humedad del arroyo, estaba bajo, las piedras afloraban. Un auto mediano, rojo, apareció del otro lado del puente. El conductor se estremeció.
La mujer le pidió que se detenga delante del Fiat que estaba a la vera del camino. Los bloques de piedra del cerro atravesado no dejaban mucho espacio a los costados. Ella bajo como disparada, el conductor trago saliva y la siguió. Se paró delante de la llanta delantera  izquierda:
- La cubierta,  dijo la mujer.
El conductor la miró descompuesto de rabia, comprendiendo una realidad que creyó aún más siniestra, y cuando comenzaba a querer insultarla, el gemido de un niño los paralizó. Ella volteó la cabeza hacia el camino y retrocedió hasta el arroyo. El conductor circundó el auto rojo y de un salto alcanzó las rocas.
No tendría un mes, estaba casi desnudo, una camisetita raída y encajado entre las piedras, como si alguien lo hubiese dejado esperando la crecida.
Todavía estaba viva, estirando extremos. 
                                              
 

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