Cuando la mujer llegó a la
ruta provincial suspiró, y en inercia sacudió los brazos en alto hasta que uno
de los automovilistas, de los tantos que pasaban, paró. El conductor miró su
rostro, los ojos que parecían caérsele de la cara, las manos casi muertas de la
falta de oxígeno y sin pronunciar ni una
sola palabra dejó que subiera.
La mujer le dijo: - Gire,
necesito volver al camino.
Tal vez, no todo estaba perdido.
Había venido caminando como
loca. Dejándose llevar por el impulso, y aún consiente que no cabía en ese
permiso de subir al auto una orden, no le salió de ninguna otra forma el
pedido.
El conductor se dirigía en
sentido sur, giró y retomó unos metros la ruta en sentido contrario hasta
llegar a la entrada del camino.
Olía a desgracia.
Un camino misionero de
tantos. Rojo. Rojas la plantas de tanto polvo, hacia días que no caía una gota
de agua, a la derecha un pinar, a la izquierda capuera, alguna que otra casa,
algún naranjo, grosellas, rosas, penachos.
- Cierre la ventanilla por
favor, dijo el conductor, y volvió a detenerse en el perfil de la mujer. Sin
palabras, ni llanto, ni gesto, ni siquiera cuando habló movió la cabeza para
mirarlo, como si desde ese antes al estar en ese auto, con un extraño, a la
ruta y a la desgracia, lo que había sido su vida hubiese pasado a transformarse
en días, días de horas, de hechos, de trabajo, días sin más.
La mujer cerró la
ventanilla. El prendió el aire acondicionado y ella dijo:
- No son más que un par de
kilómetros.
El conductor seguía
reforzándose en la idea de que su premonición era acertada. La desgracia había
ocurrido y era fuerte. Tal vez habría tenido que matar a alguien. No se animó
a preguntar.
La mujer tenía aspecto de
“la esposa de”. Parecía una mujer de
esas a las que no les falta ropas ni perfumes, ni horas de shopping, de ello dieron cuenta después las noticias.
Llevaba pollera. El
conductor volvió a repasar su aspecto y ahora hallaba los restos del impacto,
raspones de tierra en las rodillas y gotas de sangre, gotas que recién notaba en
los pliegues de tela y salpicando alguno
que otro, una camisa de diminutas flores.
Era claro, tenía aspecto de
haber caído de un auto, ¿o habría atropellado a alguien y salió corriendo hasta
la ruta para buscar ayuda? era lógico, habría dejado a algún vecino de la zona cuidando
al atropellado. Tal vez el otro iría en bicicleta.
Tendría la mujer la
seguridad de haberlo hecho? Se preguntó mientras iba al ritmo que le permitía
el entosque del camino que por momentos se volvía pura piedra, le pareció shockeada, muy. La muerte tenía que estar metida en
esto, se afirmó a sí mismo, cómo uno se complica la vida en un rato!
Y si hubiera sido una nena o un chico, que se le cruzó en el camino y no pudo frenar el auto? Y si la víctima
es ella, se dijo y no es dueña de ningún auto?
-Podría ir un poco más ligero,
dijo la mujer
El camino se abría, se cerraba, crestas de
piedra y pozos. Pasaron el puente cruzando la humedad del arroyo, estaba
bajo, las piedras afloraban. Un auto mediano, rojo, apareció del otro lado del
puente. El conductor se estremeció.
La mujer le pidió que se
detenga delante del Fiat que estaba a la vera del camino. Los bloques de piedra
del cerro atravesado no dejaban mucho espacio a los costados. Ella bajo como
disparada, el conductor trago saliva y la siguió. Se paró delante de la llanta
delantera izquierda:
- La cubierta, dijo la mujer.
El conductor la miró
descompuesto de rabia, comprendiendo una realidad que creyó aún más siniestra,
y cuando comenzaba a querer insultarla, el gemido de un niño los paralizó. Ella
volteó la cabeza hacia el camino y retrocedió hasta el arroyo. El conductor
circundó el auto rojo y de un salto alcanzó las rocas.
No tendría un mes, estaba
casi desnudo, una camisetita raída y encajado entre las piedras, como si
alguien lo hubiese dejado esperando la crecida.
Todavía estaba viva,
estirando extremos.
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