domingo, 23 de noviembre de 2014

Exordio



A Beatriz le bastó ver su rostro para saber que no eran sólo algunos amigos lo que tenían en común. Se miraron y en esa intimidad apenas manifiesta, se acortó la distancia.

Minutos después hablaron:

- Algo tiene no?, dijo ella.



El portaba un traje azul grande, tan grande que acentuaba burlonamente el físico delgado y el peinado a la gomina desprolija. Seguramente, no sería la primera vez que la visitaba en el jardín de las flores amarillas.

Caña fistola le dicen, recordó ella, al árbol que para diciembre viste los jardines en lluvia de oro.

La casa mostraba el olvido, los años de descuido forzoso, la falta de plata, de manos, de toma de decisiones, un contraste inesperado ante la lujuria inquieta del jardín.

Filtraba una lámpara encendida detrás de las ventanas delatando el anochecer, o marcando la presencia de una madre, tal vez la madre de esa Beatriz resuelta a dejar que sea la hija quien asuma la elección del hombre que la saque del derrumbe en el que ella misma se había sumergido con la casa. La madre, quien tal vez estuviese ya urdida con las raíces y donde no quería que caiga la muchacha, que en ese momento, sentada junto a Vicente, el del jardín, se mostraba tan fuera de todo arraigo.

Tal vez Vicente llegaría todas las tardes con dos golpes de campanilla, exacto, a las siete, y la excusa de llevarse algo de esa armonía ficticia, mientras se daba a contemplar y hasta a desvestir a Beatriz sin tocarle una sola prenda, sin un sólo movimiento a la vista, cuando ella, después del té que compartirían rigurosamente, pintase  pequeñas piezas en madera, artesanías de dama, regalándole al hombre su transparencia.



¿Cuántas primaveras podría transmitir, entre veranos e inviernos, ese  encuentro? ¿Cuántas caricias insensatas calmando ansiedad? Se preguntaba ella. 
Y la madre observando cada detalle, entregando su propio rescate.         



- Se los ve fuera de ese jardín ¿no? - Comentó, en voz alta, el hombre que estaba parado a su lado.



Ella volvió a mirarlo directo al alma y él no se movía.



Beatriz veía a Vicente con los ojos cerrados en el césped, el mechón desprolijo sobre la frente, agobiado por el calor que le cerraba la garganta, esperando el sonido del agua que se preparaba a caer, buscando incorporarse, queriendo tomar a esa mujer.

He imaginarse al muchacho luchando por dominar sus ganas, sofocado bajo las ramas cargadas de flores de la caña fístola y a la chica inmóvil, mareada, dejándose llevar, simulando inocencia, de ganas.    



- Se los ve viviendo el instante previo. - sugirió ella.

- Vicente.- Se presento él.

- Beatriz. 
  Y se dieron un beso, de hola.
 Fue la primera vez que se vieron en el Centro Cultural, una tarde de octubre, cuando un amigo en común, presentaba sus pinturas.

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