domingo, 3 de noviembre de 2013

...dos tardes en la vida de Luisa.



Retumbaban sus pasos en el desierto de la hora,  la siesta. 
Todo había concluido el día anterior y Luisa iba preguntándose si cuando se llega a los ochenta, ochenta y pico, las personas seguirían aferrándose a la vida cómo a los cuarenta,  cincuenta?
- No digo que no provoque tristeza. Tristeza en uno, en el que cuenta los días, o que los familiares no vayan a conmoverse ante la muerte de un octogenario, pero parecería que llegados a esa altura de la vida, la muerte tiene que ver más con el curso natural de los acontecimientos - seguía Luisa - y pensó que prefería la palabra muerte a fin o final y que las necesidades cambian.
- Las necesidades cambian-  se repitió mientras caminaba y  recordando una vez más aquella primera tarde en que había decidido empeñar el acordeón. El acordeón era lo más valioso que le había quedado, aparte de sus dos hijas.
Pero esta vez, todo había concluido, y Luisa iba fingiéndose a sí misma en la tarea de seguir y recordó que otra de las marcadas diferencias que existía entre la tarde del acordeón y esta, era que para llegar a la resolución del empeño había tardado tres meses, para esta decisión le bastaron veinticuatro horas.

Tres meses después del accidente tomó conciencia de no podía seguir viviendo a costa de los sobrinos de su esposo. Pensó en comprarse una máquina de coser. Con la máquina hacer costuras, lencería a granel, le habían dicho que la conectarían con alguien de la oficialada. Luisa ya no se acordaba ni quien había sido, cosas que a veces los otros dicen cuando no saben que decir, o cómo el que pide, tampoco sabe muy bien qué pedir, pide lo que se le va viniendo a la mente. Lo más cierto era que ya había recibido varias intimaciones por la deuda de los carruajes sin galas, y tenía que definirse.
Los carruajes sin galas de solemne poder en la memoria de aquella tristeza, tirando, arrastrando a los deudos que la acompañaban al paso, lentos, bendecidos por las lágrimas y el sonido hueco de los cascos, hasta ellos perdían su épica, para volverse gasto, deuda.  
Luisa recordó a los que la ayudaron.
- Me ayudaron mucho - se dijo.
Había cosido un tiempo, hasta que entró en la fábrica.
Pero esta vez sí sabía que iba a pedir después de la tristeza.
Caminaba por calle Esperanza sin levantar la mirada. Anteojos oscuros, paso pausado, estaba agotada, todavía no salía del ensimismamiento. Pensó en la mayor de sus hijas, - no haría barullos- se dijo- y otra vez volvían los días en que se veía siendo la delgadez vestida de negro, como aquella tarde de lluvia, en la parada del colectivo, cuando la encontró de pura casualidad a la Chocha, una prima del difunto, y ésta, no supo quién era y le preguntó si era ella.
Y Luisa sonrió, acostumbrada a que le pregunten si era ella.

Hoy el acordeón le pesaba, era casi una reliquia. Atilio lo había heredado de su padre y ella no sabía cuál podía ser su valor económico,  sólo conocía el afectivo. Como todo lo que se tiene, pensó, y que no lo dejaría para que le siga pesando a otros. Tal vez, en este principio de siglo en que el tango había vuelto con furor a ser material de exportación, el acordeón cotizaría mejor.

Atilio había sido un buen plomero, estaban empezando, pero el progreso duró mientras él duro. La casa había quedado a medias, Lucía la más chica, empezaba a manifestar los primeros síntomas de su enfermedad.
Luisa recordaba como había caminado aquella tarde sin percatarse que el paraguas no llegaba a tapar el estuche del acordeón y este iba rozándola en el paso pronto, escurriendo el pasado, afirmándose.
 - Conozco la tristeza y afirmo - se gritaba por dentro-, que turba menos la muerte por decantación, la que tiene que ver con el no doy más, que esa otra: la muerte maldita. Y conozco la muerte maldita, se seguía gritando mientras caminaba, la que se presenta y golpea como un cachetazo en la cara y entre los dientes, la que te llega a destiempo y no sabes dónde te deja tirada. - Lloraba. Y recordó la cara despavorida del vecino cuando se presentó aquella noche para decirle que habían avisado por teléfono que alguien debía presentarse en el hospital a reconocer al hombre que la había amado, que parecía… Atilio le había dejado por toda herencia un cuerpo en la ruta, la espera en la mañana que debía volver a casa, un acordeón y dos hijas.

Esta vez era distinto. Esta vez todo había pasado y Luisa caminó firme, erguida, de negro, pero negro luto, pollera y camisa negra, tacones años cincuenta, el cabello recogido y el convencimiento de saber que Atilio la entendería. Él podría entenderlo, aunque a ambos les doliese el alma.
Hubo momentos en que le ganó la inconciencia, como cuando la mayor de sus hijas le explicaba que faltaban pocos días, que los médicos no creían que Lucía pueda seguir viviendo pegada a una máquina por más tiempo que el necesario.
- No podía verlo. Cuando una está en la pelea no puede verla y ella está ahí, dejándonos hacer lo que ya solo va a quedarnos para volver, porque todo o anterior, lo que fue nuestro, la vida, es un reloj infinito de memoria a la que no podemos volver.
- Tengo veinte, y cincuenta y no me olvido de los treinta cuando hablo con los setenta y los retomo y vuelvo a despedirme, porque eso es lo único que me queda por hacer en los días que me quedan, despedirme. - Despedirme de esa chica que ayer estaba frente a mí. De lo que vivió y de las bondades que tuvo, de las hijas y nietos que no tuvo. Sabiendo que todos seguimos viviendo, comiendo, durmiendo y usando la cama o la mesa, nos despedimos y seguimos, fútiles.  Tengo que despedirme del Atilio que  murió y muerto esta, de esa Lucía a la que siempre le provocaba demasiada tristeza este acordeón…

Luisa llegó a la esquina de Esperanza y Sarmiento, a media cuadra por Sarmiento, hacia el río, estaba la casa de instrumentos musicales,  una vez más Atilio invadió su memoria, otra vez se iba despidiendo, para qué cargarlo, avanzó y entró decidida. Preguntó cuánto le daban por el acordeón y si la respuesta del vendedor hubiese sido cero pesos le daba lo mismo.
- Gracias.- Dijo Luisa, y  pegó la vuelta, sintiendo otra vez sobre sus espaldas a la maldita muerte que la seguía, aunque todavía no podía dejarla avanzar, contentándose con el recuerdo de cuando pudo comprar la máquina de coser, sacó un sobre blanco en el que ya estaba impresa la destinataria y la carta. Pasó por un cajero, depositó el dinero. Caminó. Esta vez podía dejar solas a las chicas.

La muerte nos moviliza y a la vez por unas horas o días nos deja inmóviles, perdidos en el recuerdo, pensando unos, cómo van a sobrellevarse y otros hasta cuándo durará.
Entonces, otra vez, me cuestiono la palabra: fin.
 SB

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