Retumbaban sus
pasos en el desierto de la hora, la siesta.
Todo había
concluido el día anterior y Luisa iba preguntándose si cuando se llega a los
ochenta, ochenta y pico, las personas seguirían aferrándose a la vida cómo a
los cuarenta, cincuenta?
- No digo que no
provoque tristeza. Tristeza en uno, en el que cuenta los días, o que los
familiares no vayan a conmoverse ante la muerte de un octogenario, pero
parecería que llegados a esa altura de la vida, la muerte tiene que ver más con
el curso natural de los acontecimientos - seguía Luisa - y pensó que prefería
la palabra muerte a fin o final y que las necesidades cambian.
- Las necesidades
cambian- se repitió mientras caminaba y
recordando una vez más aquella primera tarde en que había decidido empeñar el
acordeón. El acordeón era lo más valioso que le había quedado, aparte de sus
dos hijas.
Pero esta vez, todo
había concluido, y Luisa iba fingiéndose a sí misma en la tarea de seguir
y recordó que otra de las marcadas diferencias que existía entre la tarde del
acordeón y esta, era que para llegar a la resolución del empeño había tardado
tres meses, para esta decisión le bastaron veinticuatro horas.
Tres meses después
del accidente tomó conciencia de no podía seguir viviendo a costa de los
sobrinos de su esposo. Pensó en comprarse una máquina de coser. Con la máquina hacer
costuras, lencería a granel, le habían dicho que la conectarían con alguien de
la oficialada. Luisa ya no se acordaba ni quien había sido, cosas que a veces
los otros dicen cuando no saben que decir, o cómo el que pide, tampoco sabe muy
bien qué pedir, pide lo que se le va viniendo a la mente. Lo más cierto era que
ya había recibido varias intimaciones por la deuda de los carruajes sin galas,
y tenía que definirse.
Los carruajes sin
galas de solemne poder en la memoria de aquella tristeza, tirando, arrastrando
a los deudos que la acompañaban al paso, lentos, bendecidos por las lágrimas y
el sonido hueco de los cascos, hasta ellos perdían su épica, para volverse
gasto, deuda.
Luisa recordó a los
que la ayudaron.
- Me ayudaron mucho
- se dijo.
Había cosido un
tiempo, hasta que entró en la fábrica.
Pero esta vez sí
sabía que iba a pedir después de la tristeza.
Caminaba por calle
Esperanza sin levantar la mirada. Anteojos oscuros, paso pausado, estaba
agotada, todavía no salía del ensimismamiento. Pensó en la mayor de sus hijas,
- no haría barullos- se dijo- y otra vez volvían los días en que se veía siendo
la delgadez vestida de negro, como aquella tarde de lluvia, en la parada del
colectivo, cuando la encontró de pura casualidad a la Chocha, una prima del
difunto, y ésta, no supo quién era y le preguntó si era ella.
Y Luisa sonrió,
acostumbrada a que le pregunten si era ella.
Hoy el acordeón le
pesaba, era casi una reliquia. Atilio lo había heredado de su padre y ella no
sabía cuál podía ser su valor económico,
sólo conocía el afectivo. Como todo lo que se tiene, pensó, y que no lo
dejaría para que le siga pesando a otros. Tal vez, en este principio de siglo
en que el tango había vuelto con furor a ser material de exportación, el
acordeón cotizaría mejor.
Atilio había sido
un buen plomero, estaban empezando, pero el progreso duró mientras él duro. La
casa había quedado a medias, Lucía la más chica, empezaba a manifestar los
primeros síntomas de su enfermedad.
Luisa recordaba
como había caminado aquella tarde sin percatarse que el paraguas no llegaba a
tapar el estuche del acordeón y este iba rozándola en el paso pronto,
escurriendo el pasado, afirmándose.
- Conozco la tristeza y afirmo - se gritaba
por dentro-, que turba menos la muerte por decantación, la que tiene que ver
con el no doy más, que esa otra: la muerte maldita. Y conozco la muerte maldita,
se seguía gritando mientras caminaba, la que se presenta y golpea como un
cachetazo en la cara y entre los dientes, la que te llega a destiempo y no
sabes dónde te deja tirada. - Lloraba. Y recordó la cara despavorida del vecino
cuando se presentó aquella noche para decirle que habían avisado por teléfono
que alguien debía presentarse en el hospital a reconocer al hombre que la había
amado, que parecía… Atilio le había dejado por toda herencia un cuerpo en la
ruta, la espera en la mañana que debía volver a casa, un acordeón y dos hijas.
Esta vez era
distinto. Esta vez todo había pasado y Luisa caminó firme, erguida, de negro,
pero negro luto, pollera y camisa negra, tacones años cincuenta, el cabello
recogido y el convencimiento de saber que Atilio la entendería. Él podría
entenderlo, aunque a ambos les doliese el alma.
Hubo momentos en
que le ganó la inconciencia, como cuando la mayor de sus hijas le explicaba que
faltaban pocos días, que los médicos no creían que Lucía pueda seguir viviendo
pegada a una máquina por más tiempo que el necesario.
- No podía verlo.
Cuando una está en la pelea no puede verla y ella está ahí, dejándonos hacer lo
que ya solo va a quedarnos para volver, porque todo o anterior, lo que fue
nuestro, la vida, es un reloj infinito de memoria a la que no podemos volver.
- Tengo veinte, y
cincuenta y no me olvido de los treinta cuando hablo con los setenta y los
retomo y vuelvo a despedirme, porque eso es lo único que me queda por hacer en
los días que me quedan, despedirme. - Despedirme de esa chica que ayer estaba
frente a mí. De lo que vivió y de las bondades que tuvo, de las hijas y nietos
que no tuvo. Sabiendo que todos seguimos viviendo, comiendo, durmiendo y usando
la cama o la mesa, nos despedimos y seguimos, fútiles. Tengo que despedirme del Atilio que murió y muerto esta, de esa Lucía a la que
siempre le provocaba demasiada tristeza este acordeón…
Luisa llegó a la
esquina de Esperanza y Sarmiento, a media cuadra por Sarmiento, hacia el río,
estaba la casa de instrumentos musicales,
una vez más Atilio invadió su memoria, otra vez se iba despidiendo, para
qué cargarlo, avanzó y entró decidida. Preguntó cuánto le daban por el acordeón
y si la respuesta del vendedor hubiese sido cero pesos le daba lo mismo.
- Gracias.- Dijo
Luisa, y pegó la vuelta, sintiendo otra
vez sobre sus espaldas a la maldita muerte que la seguía, aunque todavía no
podía dejarla avanzar, contentándose con el recuerdo de cuando pudo comprar la
máquina de coser, sacó un sobre blanco en el que ya estaba impresa la
destinataria y la carta. Pasó por un cajero, depositó el dinero. Caminó. Esta
vez podía dejar solas a las chicas.
La muerte nos moviliza y a la vez por unas horas o días nos deja inmóviles, perdidos en el recuerdo, pensando unos, cómo van a sobrellevarse y otros hasta cuándo durará.
Entonces, otra vez,
me cuestiono la palabra: fin.
SB
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