Si pienso el tiempo, pienso la escritura.
Me pregunto ¿Cómo harán las personas para vivir sin
escribir?
E imaginarme un día libre de la voluntad de escritura, es un día de ficción.
Hay un cuento que me gusta contar, donde la muchacha,
de quince, diecisiete años, toma el colectivo de rigor a las siete y siete
todos los días para estar a las siete y veintitrés en la puerta del colegio y,
todos los días cruzar el umbral a las siete y veinticinco con el timbre. Sin
fallar.
Nunca en la historia fallan, ni ella, ni el colectivo,
ni el timbre...
y mientras la mujer, de seco amarillo el pelo, se
balanceaba acompañando el vaivén y el último de la derecha empuja queriendo no
sabe qué; Alicia -Alicia se llama nuestra muchacha- no sabe bien, se pregunta,
si genera lugar.
Hasta que nace para ella la mañana en que el segundo,
es segundo.
En un gesto, un parpadeo exacto e inenarrable, el
segundo fue segundo. Vértigo.
Y aunque el reloj se aferró al pasamano, al viaje y al
colegio, en este cuento, para Alicia, la vida se le puso de frente.
Son tantos los planos en los que vivimos, los “ahora”
en los que se transcurre este instante, que la frustración se hace terca si no
aceptamos que el “ahora” es también recuerdo e inmediatez.
¿Cuántos remedios podremos encontrar que no se asocien
al arte?
Escribir, leer, que son mi metié, son también
posibilidades que tenemos para poder cerrar y abrir los ojos, como Alicia, a un
mundo en el que el tiempo es la valla.
Siempre es el tiempo.
No es la anécdota lo que interesa, es el “cachito” de
vida que en el texto dejó el escritor, la escritora. La magia que falta.
Dijo W. Benjamín, la primera experiencia que el
niño tiene del mundo no es que “los adultos son más fuertes, sino su
incapacidad de hacer magia”.
Es probable, leía, que la invencible tristeza en la
que cada tanto estos se sumergen, provenga de esta conciencia.
Y por esta incapacidad nuestra, de no tener al genio
de la botella girando entorno para ser felices; que como uds. sabrán, una cosa
es ser felices y otra muy distinta vivir dignamente; es que nos vamos esmerando
en méritos y fatigas y aún así, “ni por arte de magia” a veces, espacio.
Entonces, si no hay posibilidad de tener el
conocimiento último, o primero, el que nos deja libres del tiempo y capaces de
felicidad, a que podríamos aspirar sino al intento del lenguaje, a la creación
de los gestos que nos comuniquen, a la invención de un nuevo nombre, uno que
nos libere, que nos permita un salvoconducto de suerte al aburrido precepto,
según el cual, sobre la tierra hay una sola felicidad posible: creer en lo
divino
y aspirar a
alcanzarlo, o no.
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