Levantó la mirada y
vio que una gorda la perseguía.
Rubia, rubia amarilla.
Rubia, rubia amarilla.
Y otra vez, la mujer
amarilla se acercaba se alejaba, en inercia de colectivo, pensó, devolviéndole
la mirada, pero las dos atentas a otra ruta, a su dentadura, gesticulando
posiblemente un diálogo interno que la chupaba y la arrojaba de nuevo a los
ojos de Cecilia aunque estuviesen casi ciegas de los demás, moviendo las partes
de plástico que parecieran nunca terminar de acomodarse.
- Tendrías que
sentarte, le lanzó la gorda amarilla, en el hospital público se juntan los
viernes, a las tres de la tarde.
- ¿Perdón?- contestó Cecilia con tono interrogativo
ofendido por el atrevimiento, casi insultando a la mujer, llena de rabia, de no
entender qué se le veía. Tuvo que darse por vencida cuando esta sin contestarle una sola palabra, la miró a los ojos y con gesto irónico le
pidió que entienda. Cecilia la entendió, pero no sabía cómo se hace.
- Las mujeres. Agregó,
aferrándose fuerte al pasamano.
Cartera cruzada y en
el brazo derecho, una bolsa de recién comprando, como tanta mujer.
Cecilia la miró con bronca, no había razonamiento de suma o
resta que le dé la fórmula.
Cansada, sucia, y
ahora descubierta!
- No sé de qué me
habla. Le dijo, y fijó la vista en la ventanilla.
La señora se dio vuelta, pero la dejó desnuda,
pataleando, y sin conseguir aliviarse.
Hubiese querido
aprovechar ese espacio físico y de tiempo en el que se puede, mirando a los
otros, detener el pensamiento y no ver,
no ver nada. Detenerse en una blusa, o en la pregunta que te provoca un
gesto. Imaginar historias desviando de esa charla neurótica que nos consume,
para armar una que de tanto y tan
salteada de colectivo la lleve a tener la mente en blanco. Pero no se serenaba,
aunque buscase bajar los decibeles para ir llegando a casa más lentamente,
aunque otra vez buscara acomodarse en el camino para dejar caer el tiempo y
tapar el escote, no lo lograba y odió a la gorda más que al mismo Oscar.
Odió a la gorda
amarilla por lo sencillo de odiarla.
El colectivo rodaba
por la San Martín, faltaban más de quince cuadras para que entre al barrio. Se
desocupó un asiento, el tercero del fondo y se sentó, un lugar desde donde podía
ver bajar a la gente, ver a los que estaban parados y se iban aplastando a
medida que la vista avanzaba hacia la trompa del coche, una masa de cuerpos
sobre una avenida rojiamarilla impregnada en la ansiedad de llegar, mientras Cecilia
en un desvío rodaba por el sudor del pánico que ese día le corrió por la sien,
el cuerpo, y la blusa rozada de tanto zamarreo.
La
gorda se vino acercando para bajar y volvió a levantar la cabeza, volvió a mirarla, solo que ya no se atrevió a repetir
la cita, ni a hablar, fue bajando los escalones con pequeños saltitos de peso, con la seguridad de quien se clava en el suelo
y no dejó de mirarla hasta que el colectivo arrancó.
Cecilia
se fue diciendo que hablaría con él, que tenía que entender, que era una
persona inteligente y después de todo, quien más que ella podía tener la culpa,
el escote estaba puesto, y esa mujer amarilla qué podía saber de Oscar.
SB.
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