A
fines del siglo pasado, cuando creía ser adulta, en años, cuando se comienza a
ser adulta en años, una tarde oscura de un febrero invernal, sola y muda, allá
en el norte, tomé una fotografía que aún conservo.
Digo
muda, porque cuando fui al norte en la época de los noventa no hablaba ni una
palabra de esa lengua en la que muchos se la rebuscan, y a la que, a conciencia,
me resisto.
Ni
hoy hablo.
Porque
aunque la palabra sea, sin importar el idioma que la delimita y se lea mi
posición como perimida, no encuentro la vacuna a este sello de resistencia. Por
lo que fueron y seguirían siendo,
cuarenta días de mudez, impecables. Si
me preguntasen si volvería a hacerlo, no lo sé, volvería a intentar la foto.
Un
jardín donde se había quedado el invierno, no más.
El
silencio, el jardín y yo, un árbol en medio del césped, que tenía más de pastillo
quemado que de verde, y como marco externo el cerco de tablas blancas más alto
que metro y medio salpicado de alguno que otro manojo de flores apagadas
recordado el famoso ciclo del retorno.
¡Quién
iba a verme! Eternos
Así
que decidí armarle un decorado, un tenor, y
colocar la silla sin la mujer en
movimiento de mecer para que figure ahí ese sin fin que se aproxima galopando y
solo un disparo certero puede no resignar: el siempre.
Quizá
la manifestación lograda hubiese nacido de recortarme para que el invierno
derrame, encontrar el cuerpo helado meciendo, pero en aquellos días de selfie, nada.
La foto era lo otro, y en lo otro una. ¿O me equivoco?
Antes
de seguir es necesario que sepan que fui y sigo siendo mala para la fotografía,
incluso para la pose, sumado a que, la
máquina de la que disponía era una de esas que si bien no era a rueda, para
disparar había que darle manija, con flash externo y de las que se disparaban
una foto por vez, como para reforzar la ilusión de la caída, de que el golpe
era lo lúcido.
El
exacto relativo donde una tarde cualquiera una persona venida del sur logra
recortar un paisaje de tiempo para después, demorar el deseo, cargar la paciencia, y en
uno o dos meses, ya vueltos del viaje, hechos del dinero que costaba el
revelado de los cuatro o cinco rollos que una traía, ver qué salió.
El
rollo se revelaba integro, y en este caso, ninguna buena, de ahí la transcendencia
de esa tarde, para ir llegando a donde nosotros, humanitos vulgares,
comunes, podríamos, de haber enfocado bien el objetivo, disponer de ese andamio
que la vida, de dárnoslo, si lo vemos, nos permite agrega panorama a los días, de necesitarlo,
claro.
La
fotografía que sacamos para recargar el álbum de los recuerdos, en la ambiciosa
voluntad de querer atrapar lo que vamos viviendo, es una actividad que hasta
entonces y hoy, en lo personal, trato,
también a conciencia, de evitar.
Porque
la sensación, la mía, que quede explícito, es que con la lente no alcanza.
Que
nos demoramos en instantes a los que no vamos a volver ni aun mirándolos con
fijeza, porque el recorrido es hacia adelante, hacia y en línea directa por más
bifurcaciones fotográficas que intentemos, entonces, mejor vivir, vivir y llenar los ojos del campo de luz,
luz
completa, sin incluir en este discurso lo que haga, o hace, al arte de la
fotografía que fue el que me impulsó aquella tarde.
Porque
en lo cotidiano, el recorte quita panorama, es preferible ver el paisaje, todo, completo
en su dimensión, para después sí, hacer la página, que pasarnos el día
recortando, lo cual no sé siquiera si es cierto; dicen, los que saben, que es
fundamental saber dónde fijar el objetivo.
Y
una puede con toda la intención, no hablar hasta por cuarenta días, lo que no
se puede es no ver, aunque tantas veces
nos hagamos los ciegos.
Conclusión,
saqué
la foto, pero pasó lo que a veces, muchas, sucede con la poesía, apenas quedaron
plasmadas las hojas dispersas, el césped
empobrecido, el árbol lacio, casi inactivo,
la mecedora como si se estuviese hamacando del tenue sombrero, pero del
invierno, socio
inclaudicable del tiempo, ni rastro.
Silvia Barberini.
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